Tres aproximaciones a la música de cine

La música ha acompañado al cine desde prácticamente su nacimiento hasta hoy. Considerada durante décadas como un género musical «menor» o «bastardo», la música de cine ha mantenido vivas hasta nuestros días las eternas cuestiones acerca de la capacidad de la música para interferir o participar en la construcción de emociones y significados.

En esta entrada trataremos estas y otras cuestiones relativas a la música en el cine tomando como ejemplos diversas partituras de tres compositores fallecidos en la década de 1970 pero que desarrollaron sus carreras en contextos muy diferentes y particulares: el austríaco nacionalizado estadounidense Max Steiner (1888-1971), el estadounidense Bernard Herrmann (1911-1975) y el italiano Nino Rota (1911-1979).

Una alianza forzada

En 1896, el escritor ruso Maksim Gorki describió en un artículo titulado «Anoche visité el reino de las sombras» las impresiones que le suscitó la proyección en una feria de uno de los novedosísimos y pioneros cortometrajes de los hermanos Lumière: «No pueden imaginarse lo extraño que fue estar ahí. Es un mundo sin sonido, sin color. […] Rayos grises de sol atraviesan el cielo gris, ojos grises en caras grises, y las hojas de los árboles también gris ceniciento. […] Y además todo ese extraño silencio donde no se escucha el retumbar de las ruedas, el ruido de los pasos o las voces. Nada. Ni una sola nota de la intrincada sinfonía que acompaña el movimiento de la gente. Sordas, […] las siluetas grises de las personas, como si estuvieran condenadas al silencio eterno, cruelmente privadas del color de la vida, se arrastran silenciosamente por el suelo gris».

Basta leer este pasaje, referido a los primerísimos estadios de un cine mudo cuya historia duraría no menos de tres décadas, para comprender por qué la música fue desde un principio un aliado imprescindible del cine: el alma de un espectáculo que no habría sido capaz de abandonar la
monocromía –no ya visual, sino emotiva– del inquietante mundo fantasmagórico descrito por Gorki. Gracias a ella, el reino de las sombras podía transmutarse en comedia, melodrama o espectáculo, y abarcar así un espectro expresivo mucho más rico y humano. El paso del cine de las ferias a los teatros facilitó aún más las cosas, pues por entonces todo teatro contaba con una pequeña orquesta estable –o al menos un pianista– para atender la parte musical de los espectáculos. El matrimonio entre música y cine estaba ya consumado.

Cartel promocional de Náufragos [1944] de Alfred Hitchcock.

Más de un siglo después del episodio descrito por Gorki –superados los ochenta años de invención del cine sonoro y los setenta de las primeras películas en color–, dicho matrimonio está lejos de haberse roto, lo cual plantea numerosas cuestiones acerca de la naturaleza de un vínculo capaz de resistir tanto las críticas como el paso del tiempo y la sucesión de las modas. Son numerosos los argumentos que, desde una perspectiva puramente racional, han cuestionado la necesidad (o incluso la pertinencia) de la música en el cine. El propio Alfred Hitchcock arguyó durante el rodaje en 1944 de Náufragos que no utilizaría música porque «¿De dónde podría venir ésta en medio del mar?» A lo que el compositor David Raksin le respondió «¿De dónde vienen las cámaras?».

Esta respuesta introduce uno de los malentendidos más diseminados acerca de la naturaleza del cine: ¿se trata de una forma de representación tan realista como a menudo creemos? Si es así, ¿por qué nos parece normal que suene una orquesta sinfónica en medio de la sabana africana? Si no es así, ¿por qué el cine necesita la música tanto o más (en realidad, mucho más) que, por ejemplo, el teatro? Pese a todos los argumentos dispuestos a deslegitimar el uso de la música como fondo sonoro en el cine –o a considerarlo poco más que una concesión a las leyes del mercado–, se erige la tozuda realidad de una historia del cine en la que han sido escasísimas las películas que hayan prescindido totalmente de la música.

Cartel promocional de Días sin huella [1945] de Billy Wilder.

Y lo paradójico del caso es que, por regla general, el público apenas es consciente de su presencia. Como ejemplo palmario de esta invisible dependencia, Richard Davis (Complete Guide to Film Scoring, 1999) nos refiere la historia del oscarizado filme Días sin huella (1945) de Billy Wilder en la que el director descartó inicialmente emplear música de acuerdo con la crudeza del tema tratado –la vida de un alcohólico–. Para su sorpresa, tras una primera distribución, la película debió ser retirada de inmediato de las salas de cine en medio de un total fracaso: la sordidez del tema y el criterio “naturalista” adoptado para su tratamiento no sólo no causaron el efecto previsto, sino que además las escenas más dramáticas despertaron la risa y los comentarios jocosos del público risas. Para intentar reconducir la producción, se encargó una partitura a Miklós Rózsa, de modo que la nueva versión (diferente únicamente por el añadido de la banda sonora) cosechó tal éxito que llegó a recibir cuatro estatuillas de la Academia. Pese a ello, la decisiva contribución de Rózsa pasó prácticamente inadvertida. Algo similar ocurrió con los pases de prueba de La guerra de las galaxias (1977) –realizados sin disponer aún de la banda sonora definitiva y que despertaron igualmente la hilaridad del público–, aunque en este caso la banda sonora sí contó con una presencia difícil de pasar por alto.

Frente a tantas afirmaciones (o acusaciones) simplistas y reiterativas –en sentidos tales como las de que la función de la música es «acompañar» la imagen, o que la música constituye un elemento «redundante» con respecto a las emociones expresadas previamente en el guión–, lo cierto es que un análisis más detallado muestra la enorme variedad y complejidad de funciones y relaciones que puede mantener la música con respecto al filme al que sirve. Tal como ha mostrado Michel Chion en su obra fundamental La música en el cine (1995), la música representa para el cine el elemento que le permite suavizar su vocación naturalista y realista, posibilitando a su mensaje acceder a un nivel de significación más abstracto y universal: «Permitiendo prolongar la emoción de una frase más allá del momento forzosamente breve en que ésta se pronuncia, prolongar una mirada más allá del momento fugaz en que ésta brilla, prolongar un gesto que ya no es más que un recuerdo».

Pero la música no solo prolonga un gesto, sino que le dota además de significado. A este respecto, Chion describe una actividad desarrollada en sus clases de música y cine, consistente en seleccionar una escena de un filme y ofrecerla a sus alumnos sucesivamente con tres o cuatro músicas escogidas más o menos al azar: inmediatamente se percibe cómo la sincronía casual entre un gesto musical y otro visual dota a este último de un significado hasta entonces desconocido; cómo la música establece ritmos y líneas de fuga temporales tan poderosas como las del montaje mismo; cómo el grado de «empatía» que el elemento sonoro pueda establecer con la imagen afecta radicalmente no ya al significado, sino al punto de vista desde el cual el espectador descifra dicho significado, bien reforzando su vínculo emocional (tema de Tara en la escena cumbre de Lo que el viento se llevó), bien proyectando sobre ella inseguridad o incertidumbre (huída en coche de la protagonista en Psicosis), bien provocando un distanciamiento objetivo (coro de La pasión según San Mateo en la explosión inicial de Casino), bien revistiendo la acción de un halo de surrealismo (secuencia final de ).

Escena de Tara de Lo que el viento se llevó [1939].

Max SteinerGone with the Wind [1939]. Escena del tema de Tara. El arte del leitmotiv y la transición wagneriana al servicio de de un discurso musical «operístico».


Bernard HerrmannPsycho [1960]. Huída en coche. Un único tema musical impregna una secuencia concebida como un episodio musical independiente.


Nino Rota [1963]. Escena final. El tema principal de la banda sonora del filme se convierte en música diegética (música de la banda en la escena).


Martin ScorseseCasino [1995]. Secuencia inicial. Colisión poética entre la música de Bach y la imagen.


1. Max Steiner y el modelo wagneriano

Max Steiner es –como Erich Korngold, Franz Waxman o Miklós Rózsa– uno de los muchos músicos centroeuropeos que se establecieron en los Estados Unidos durante el tumultuoso Periodo de Entreguerras y forjaron el lenguaje sinfónico del cine clásico de Hollywood tras la invención y generalización del cine sonoro a finales de la década de 1920. En particular, la partitura de Steiner para King Kong (1933) es considerada la primera banda sonora moderna, fundadora de las convenciones que regirán este género musical al menos hasta la década de 1960. King Kong es, en efecto, la primera película importante de Hollywood en disponer de una partitura temática –basada en las convenciones operísticas relativas al uso del leitmotiv– en lugar de música de fondo y su banda sonora la primera en ser grabada en tres pistas separadas (efectos de sonido, diálogo y música).

Tal como describe David Raksin, durante las décadas subsiguientes los grandes estudios trabajaron como auténticas cadenas de montaje: las películas de bajo presupuesto eran presentadas al Departamento Musical completamente terminadas. El trabajo de composición y orquestación se repartía entre varios músicos bajo la supervisión del director del Departamento, mientras la orquesta iba grabando las secuencias según iban siendo completadas. En total, solía hacerse todo este trabajo (planificación, composición, orquestación y grabación) en cuatro días: «Era una locura, pero nos encantaba». Las superproducciones seguían un proceso más relajado, pero aún siendo encomendadas a un compositor de renombre, tareas tan importantes como la orquestación corrían en su mayor parte a cargo de manos anónimas.

Hacia 1939 –año del estreno de Lo que el viento se llevó, la que es probablemente la partitura más célebre de Steiner–, tanto la mecánica de producción como el estilo de las bandas sonoras hollywoodienses estaban totalmente aquilatados. Esta gigantesca producción requirió una partitura de unos 300 bloques musicales para la que fue necesaria la intervención de cinco músicos –además de Steiner– para realizar las orquestaciones y arreglos. Estilísticamente, la partitura acumula todas las convenciones del género: cada personaje tiene un tema característico (o leitmotiv), incluye muchas melodías reconocibles –como «Dixie’s Land», «Glory, Hallelujah» o «Swanee River», todas ellas canciones populares de la década de 1850–, una densa orquestación y que la música subraya en cada momento los estados de ánimo y los cambios de ambiente (técnica conocida como mickeymousing).

De acuerdo con David Neumeyer, la partitura de una película clásica se puede clasificar en «tres tipos básicos de música: temas y motivos conductores, pasajes que desarrollan esos motivos y acción estereotipada o música connotativa» (Film Music Analysis and Pedagogy, 1990). Estos tres registros son ya reconocibles en los títulos iniciales del filme, que expone al completo (en dos ocasiones) el Tema de Tara, incluye citas parciales de los temas de Mammy y Rhett Butler, un desarrollo del Tema de Tara e incorpora al final el himno «Dixie’s Land».

La técnica del desarrollo –y el seguimiento minucioso de la acción– predomina en la célebre secuencia final de la primera parte, en la que Scarlett promete que ni ella ni su familia volverán a pasar hambre. Aquí la cabeza del Tema de Tara se envuelve en un tejido de líneas cromáticas descendentes mientras Scarlett escarba la tierra buscando desesperadamente unas raíces que llevarse a la boca. La sensación de derrota coincide con una breve detención de colorido tristanesco que, tras un pasaje tonalmente inestable –esta vez en progresión ascendente– retorna al ámbito de Mi bemol mayor y es coronado con una majestuosa recapitulación del Tema de Tara.


Max SteinerGone with the Wind [1939]. Títulos de crédito: sintonía de las producción Selznick (00:04); tema de Mammy (00:22); tema de Tara (00:35); desarrollo del tema de Tara (01:58); cita del tema de Rhett Butler (02:32); nueva exposición del tema de Tara en dinámica decreciente (02:40); himno confederado «Dixie’s Land» (03:27).


Max SteinerGone with the Wind [1939]. Final de la primera parte; Tema de Tara en Do mayor (00:00); desarrollo de la cabeza del Tema de Tara en contexto cromático (00:26); desarrollo «descendente» (00:40): desarrollo «ascendente» (00:52); acorde estático da paso al monólogo (01:16), durante el cual se estabiliza la tonalidad de Mi bemol mayor; enunciación del Tema de Tara (01:44).


2. Bernard Herrmann y el factor distancia

Resumiendo ideas expresadas anteriormente, podríamos decir que al igual que la cámara interpone una distancia objetiva entre el espectador y lo representado –en la que la proximidad física se identifica con la proximidad emocional–, la música tiene la capacidad de establecer una distancia «subjetiva» repleta de colores y matices. Bernard Herrmann –quizá el compositor cinematográfico más influyente y prestigioso de la historia del cine– debe su singularidad a su novedoso sentido de la «distancia» –exhibido ya de forma magistral en su debut cinematográfico, Ciudadano Kane (1941)–, así como a la originalidad de los recursos musicales puestos a su servicio.

La novedad del planteamiento musical de Herrmann se explica en relación con el sistema de producción del cine clásico de la edad de oro de Hollywood, así como por la trayectoria artística previa del compositor. Herrmann cimentó su oficio en la radio desde 1933, como compositor, programador musical y director de orquesta para la cadena radiofónica más joven e innovadora de la costa este, la CBS. En
esta cadena no solo compuso la música para innumerables seriales radiofónicos –muchos de ellos junto al no menos audaz Orson Welles, responsable de la famosa versión radiada de La guerra de los mundos que en 1938 sacó de sus casas a miles de ciudadanos aterrorizados por lo que creyeron la crónica de una invasión marciana real– sino que se encargó, como director de orquesta, de los ensayos y la interpretación de su propia música. Haciendo uso de la libertad que el medio le permitía, desestimó la obligatoriedad de emplear la orquesta al completo en todo momento, desglosándola en infrecuentes unidades camerísticas (como trompa, caja china y piano) y experimentando con instrumentos inusuales (sierra, vibráfono). Defensor a ultranza de la música de su siglo, invitó, programó y dirigió en series de conciertos radiofónicos a compositores como Ives, Bartók, Stravinski, Villa-Lobos, Milhaud, Hindemith, Korngold o Barber, adelantándose en su difusión a las grandes orquestas norteamericanas, enconadamente resistentes a programar muchas de estas músicas.

El sistema de trabajo desarrollado por Herrmann durante estos años en el ámbito radiofónico no podía diferir más del establecido en los estudios de Hollywood descrito más arriba. Gracias al apoyo de directores como Welles –y posteriormente, a su propio prestigio como compositor– Herrmann logró imponer sus métodos de trabajo, participando con el director en la gestación de la partitura, orquestando toda su música y dirigiéndola él mismo. Gracias a ello, tuvo la oportunidad de controlar hasta el último detalle los aspectos tímbricos (tan característicos) de sus bandas sonoras: seleccionando agrupaciones instrumentales inéditas y moldeando su sonido mediante la eliminación del vibrato romántico en las cuerdas o mediante la síntesis de un color específico: en una ocasión Herrmann perdió toda una sesión de grabación buscando el material que, aplicado como sordina, permitiera obtener de la tuba el efecto deseado.

La música de Herrmann rompía además numerosas convenciones arraigadas en Hollywood: frente a la banda sonora omnipresente, seguía el principio radiofónico de subrayar determinadas transiciones y secuencias mediante entradas breves; frente al desarrollo melódico poswagneriano, se recreaba en pequeños motivos articulables de forma muy flexible gracias a obsesivas repeticiones y variaciones; frente a la armonía posromántica, se imponía un concepto armónico vagamente impresionista más disonante y moderno.

Como explica Elmer Bernstein, mientras un compositor tradicional intentaría mantenerse continuamente apegado a la acción «visible», y no desaprovecharía la oportunidad de citar el Rule, Britannia! a la vista de un navío inglés o La Marsellesa al paso de un ejército francés (procedimientos, por otro lado, magistralmente empleados por Max Steiner en Casablanca), Herrmann preferirá reservar su música para describir los estados «internos» de los personajes. Pero lo hará desechando las suntuosas y envolventes melodías del tipo urdido por Steiner para Lo que el viento se llevó (1939) o por Franz Waxman para Rebecca (1940), distanciando al espectador de los personajes mediante una música incisiva y despojada, lo suficientemente empática para transmitirnos el estado anímico del personaje, y a la vez adecuadamente objetiva para que no perdamos en ningún momento la conciencia de que quienes padecen los rigores del guión son, en definitiva, los protagonistas del film y no nosotros. Nos referimos a películas como Vértigo (1958), Con la muerte en los talones (1959), Psicosis (1960) o El cabo del miedo (1962).

La obertura de Vértigo es un fantástico ejemplo del estilo de Herrmann. Consta esencialmente de dos secciones A y B que se suceden de forma A B A’ B A’. La sección A es un contrapunto de dos arpegios en movimiento contrario que definen la armonía de Mi bemol menor con séptima mayor punteada por intervenciones de los metales que destacan notas –como Re natural y La natural– que contribuyen a mantener una cierta indeterminación o ambigüedad en la tonalidad. La sección B introduce dos veces una línea descendente Re-Do-Si-La que permite resolver la armonía de A en la tonalidad de La menor –tonalidad antípoda de Mi bemol menor, al situarse a distancia de tritono de ésta–, antes de realizar una especie de semicadencia en el acorde de Si bemol aumentado (dominante de Mi bemol menor). La cualidad hipnótica y como suspendida de los intervalos aumentados que preside esta obertura –la quinta aumentada incluida en la armonía de Mi bemol menor con séptima mayor y la del acorde de Si bemol aumentado, así como la cuarta aumentada que separa Mi bemol menor de La menor– constituyen una traducción al medio musical de la sensación de vértigo, mientras la tortuosa resolución de Mi bemol menor en La menor funciona como una alegoría de la infructuosa búsqueda que mantiene en vilo al protagonista durante toda la película.

La secuencia de la huída en coche de Marion Crane en Psicosis es otro ejemplo de la representación musical de los estados emocionales de los personajes mediante procesos circulares y autónomos. La elección de un timbre uniforme –el de la orquesta de cuerdas– resulta una decisión tan radical y efectiva como la variada y colorida orquestación de los arpegios escogida en Vértigo. Aquí también encontramos la alternancia de dos secciones contrastantes. La sección A consta de un conjunto de breves motivos: un acorde de Si bemol menor con séptima mayor atacado con un motivo rítmico, el desarrollo de este acorde a través de la repetición de un grupo de motivos, y un tercer motivo rítmico de carácter nervioso desplegado sobre dos acordes distintos. Frente al carácter obsesivo y repetitivo de A, la sección B introduce un arco melódico de carácter lírico que ensambla las escalas de Mi bemol menor y Mi menor. De nuevo, la sección A parece representar la sensación de nerviosismo de la protagonista, mientras la sección B parece articular los pensamientos que –en forma de voces en off– se suceden de forma circular en su mente sin alcanzar un punto final.


Bernard Herrmann – Obertura de Vértigo [1958]. Sección A (00:04); sección B (01:14); sección A’ (01:48); sección B (02:24); sección A’ (02:48).


Bernard Herrmann – Suite de Psycho [1960] para cuarteto de cuerda. Sección A (00:00); sección B (00:30); sección A (00:39); sección B (01:01); sección A’ (01:10); sección B (01:28) A-coda (01:38).


3. Nino Rota y la distancia irónica

La historia del cine en Italia se ha regido en buena medida por sus propias leyes e idiosincrasia. Para empezar, el cine mudo sobrevivió tras la invención del sonoro más que en ningún otro lugar. Además, las películas extranjeras fueron desprovistas de su sonido y se les añadieron rótulos para que directores de orquesta del país arreglaran o compusieran música nueva para ellas. Chion atribuye esta curiosa costumbre (que se prolongó hasta el advenimiento del doblaje) no tanto a factores externos –como el afán censor del régimen fascista– sino a la persistencia de una mentalidad anclada en la tradición operística italiana, más a gusto con el espíritu melodramático del cine mudo que con el más prosaico del sonoro.

Quizá como reacción a dicha tradición –o quizá como sublimación de ésta– el cine italiano se ha caracterizado por una notable falta de complejos en el empleo de la música, sirviéndose de ésta cuando era preciso y abandonándola de cualquier modo cuando ya no fuera necesaria, como nos lo recuerdan de forma genial las desmesuradas inserciones de La cabalgata de las walkyrias o de El barbero de Sevilla en 8 ½ de Fellini. Es quizá este peculiar bagaje el que explica la originalidad del arte de Nino Rota, descrito a menudo como un compositor barroco nacido fuera de tiempo, tanto por su enorme productividad (música para ciento cincuenta y ocho películas, diez óperas, cinco ballets, treinta y tres obras de concierto y cincuenta y una obras de cámara), como por su rossiniana (o händeliana) tendencia a reutilizar materiales musicales en distintas obras.

Nacido en una familia de músicos bien relacionados –por su hogar pasaron personalidades como Puccini, Leoncavallo, Ravel, Stravinski, Toscanini, Pizzetti o Casella–, Nino Rota demostró desde niño unas aptitudes musicales fenomenales, a las que sumó una erudición que abarcó desde su tesis doctoral sobre el teórico renacentista Gioseffo Zarlino hasta la etnomusicología. Sus dos años de estudio en Philadelphia –donde marchó a los veinte años de edad gracias a una beca– le permitieron entablar amistad con los compositores Aaron Copland, Samuel Barber y Gian Carlo Menotti, así como interesarse por la música popular (swing, jazz, pero también la canción napolitana y el pop italiano en general) que jugaría un rol tan característico en su producción musical para el cine.

Salvo por su erudición musical, la figura de Rota evoca una antítesis total de la de Herrmann, tanto por sus cualidades personales –bronco e intempestivo el norteamericano, afable y etéreo el italiano– como por su personalidad artística. Conocedor de las convenciones del cine clásico norteamericano –el subrayado musical, el empleo de la cita y del leitmotiv y el sinfonismo postromántico–, que aplicó en superproducciones de época del tipo Guerra y paz (1956) de King Vidor o El gatopardo (1963) de Luchino Visconti, la música de Rota se caracteriza ante todo por su variedad de registros estilísticos, apenas unificados por el siempre transparente empleo de la tonalidad, el indiscutible don melódico y la buena factura del artesano consumado.

Resulta sintomático de esta camaleónica y huidiza personalidad el hecho de que su música para cine más característica sea, en buena medida, un reflejo del desbordante genio artístico de Federico Fellini. En efecto, el director italiano estuvo obsesionado toda su vida por una intrascendente chanson cómica francesa de 1917 titulada «Je cherche après Titine» que alcanzara fama internacional gracias a su utilización por Charlie Chaplin en Tiempos modernos (1936), y cuyo estilo acabó infiltrándose –por petición del propio Fellini– de forma más o menos subrepticia en cada una de las bandas sonoras compuestas para él por su siempre fi el Rota. El empleo recurrente de alguna de estas melodías de corte cómico –a medio camino entre el music hall y el circo–, a lo largo de películas como El jeque blanco (1952), La dolce vita (1960) o Amarcord (1973) ofrecen el que quizá sea el paradigma de vinculación emocional entre cine y banda sonora más original de entre los ofrecidos por el binomio Fellini/Rota: la «distancia irónica» (traducción libre del ironic attachment propuesto por Richard Dyer en Nino Rota: Music, Film and Feeling, 2010). Presentadas bajo distintos ropajes y arreglos, entretejidas con otros temas de carácter sentimental, y aparentemente desvinculadas de las imágenes a las que sirven, estas melodías sitúan al espectador a una distancia suficiente como para percibir la futilidad de las aspiraciones humanas –las grandes y las pequeñas–, pero no tanto como para impedir sentirlas con dignidad y ternura.

Los filmes fellinianos presentan la singularidad de ofrecer numerosos momentos en los que la música de Rota se erige como protagonista total convirtiéndose en música diegética (música procedente de la acción visual y que es audible por los personajes del filme, en contraposición a la banda sonora, que es música audible por el espectador pero no por los personajes del filme), tal como la que encontramos en la escena final de o a lo largo de Ensayo de orquesta (1978). Estos momentos constituyen no solo un singular homenaje a la música de cine y a su oficio, sino acaso también los puntos culminantes de un planteamiento narrativo en el que el mundo nos es revelado como un circo del que también formamos parte –aunque nos encontremos al otro lado de la cámara– los espectadores.


Introducción a la música de Nino Rota. Con fragmentos del Concierto para cuerdas (Scherzo) [1965], bandas sonoras de [1963], Prova d’orchestra [1978], The Godfather Part II [1974] y The Godfather [1972].


Nino RotaProva d’orchestra [1978]. Escena de uno de los ensayos de la orquesta con el iracundo director alemán protagonista del filme.


Arte utilitario, arte al fin y al cabo

En contestación a un artículo firmado por el director de orquesta Erich Leinsdorf publicado en 1945 en The New York Times, en el que criticaba la música de cine como subproducto «odioso, absurdo y molesto», Herrmann hizo pública una réplica que abunda en algunas de las ideas expresadas en este artículo: «La música supone en el cine una necesidad vital, una fuerza viva. Si el señor Leinsdorf hubiera visto alguna vez una película en la sala de proyecciones antes de la adición de la música, comprendería plenamente la importancia de la partitura» (recogido en A Heart at Fire’s Center, biografía del compositor de Steven C. Smith, 1991).

El cine desbancó al teatro musical como la Gesamkunstwerk del nuevo siglo, pero heredó de éste la capacidad de convocar audiencias inalcanzables para la música pura. Si bien es cierto que ambos medios han impuesto diversos tipos y grados de servidumbre a la música, a cambio no han dejado de ofrecer oportunidades para que el compositor participe en el acto único que constituye la creación artística duradera y universal. Herrmann mostraba por ello así su reconocimiento: «El cine y la radio ofrecen al compositor actual las únicas oportunidades auténticas para desarrollarse tanto en términos económicos como creativos: le permiten escribir para cualquier plantilla instrumental y escuchar su música de inmediato. Más aún, el cine le ofrece la mayor audiencia del mundo –una audiencia cuyo interés y capacidad de apreciación no deberían ser infravalorados–. Una buena partitura de cine recibe miles de cartas de fans escritas por amantes inteligentes de la música de todo el mundo». ¿Hay algo que cuente más que esto en términos artísticos?

(artículo adaptado y ampliado con respecto al publicado en Audio Clásica, nº165, marzo, 2011)

4 comentarios en “Tres aproximaciones a la música de cine

  1. Gracias por compartir unos conceptos y explicaciones que, por no saber música, se me escapan en gran parte.
    Sin embargo, hasta donde alcanzo a entender, no puedo por menos que aplaudir efusivamente.

    En cualquier caso, tengo que volver a leer el artículo, esta vez con lápiz y papel.

    ¡Muchas gracias!

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