Esplendor y declive del violín romántico

sarasate

El violín ha preservado, como ningún otro instrumento de la tradición musical culta europea, un arte en el embellecimiento de la melodía cuya enorme riqueza sólo encontraría equivalentes en algunas culturas orientales. Nos referimos, en concreto, al violín en su faceta solista, tal como la desarrollaron varias generaciones de virtuosos desde Paganini hasta nuestros días, pasando por Joachim, Heifetz o cualquiera de los tres violinistas aquí homenajeados. En efecto, el violín romántico desarrolló una forma de concebir el sonido, el fraseo, e incluso la delineación de cada nota individual, capaz de desafiar la tiranía científica y “racionalista” de ese otro instrumento rey del romanticismo, el piano.

La variedad en la articulación, la flexibilidad en la afinación, el vibrato, o el portamento fueron algunas armas decisivas que han situado al violín en un plano de expresividad únicamente comparable al de la voz humana, pero además proporcionaron a los virtuosos de cada época una interminable provisión de recursos con los que desarrollar estilos altamente personales, de una individualidad desconocida entre los grandes violinistas de tiempos más recientes. Hasta tal punto, que cabe preguntarse si de veras es posible referirnos al violín romántico como «una forma de concebir…»

El reinado de Joachim y Sarasate

Pablo de Sarasate
Pablo de Sarasate (Photo credit: Wikipedia)

Así se refería Ramiro de Maeztu al rememorar la figura del genial violinista navarro en un famoso texto conmemorativo: frente a profundidad «beethoveniana» de un Joachim o la «bravura» de un Ysaÿe, la insultante facilidad técnica de Sarasate (1844-1908), unida a la despreocupada confianza en sus posibilidades virtuosísticas, con las que era capaz de acometer tanto el concierto de Beethoven como cualquiera de las numerosas piezas de exhibición por él compuestas (como las fantasías operísticas, jotas y muñeiras o los celebérrimos Aires gitanos op. 20), desconcertaba a la crítica musical a la vez que conquistaba audiencias en toda Europa. Carl Flesch refiere en su influyente El arte del violín (1923) la capacidad del navarro para «arrastrar al público a la estupefacción, la admiración y el éxtasis en su mayor grado». Fenómeno de masas (la noticia de su fallecimiento recorrió el mundo en pocas horas) y virtuoso sólo comparable a Paganini dentro de su siglo, la fama de Sarasate alcanzó incluso a personajes de ficción como Sherlock Holmes quien, según su autor, no se perdía ni uno solo de sus conciertos…

Sarasate fue, junto con Joachim, el violinista más destacado del último tercio del siglo XIX. Pese al mutuo reconocimiento y respeto que se profesaron (Joachim escribió para el español unas Variaciones para violín y orquesta en Mi menor), no cabe imaginar mayor disparidad tanto técnica como espiritual entre los dos artistas. Es bien conocida la anécdota de que Sarasate rehusó la posibilidad de interpretar el concierto de Brahms (dedicado precisamente a Joachim) arguyendo que “no tenía por qué estar ahí de pie en la sala con el violín mientras el oboe tocaba la única melodía de toda la obra”. La merecida fama del violinista húngaro como intérprete supremo de los clásicos (empezando por el concierto de Beethoven), así como su cualidad de redescubridor de las sonatas y partitas de Bach, contrastan necesariamente con la mayor indulgencia del navarro con los asuntos “serios” (“en el concierto de Beethoven, Sarasate confunde grandiosidad con grandeur y delicadeza con melindrería”, tronaba Hanslick, apóstol de la música alemana). Genial para unos y frívolo para otros, el despreocupado navarro ha sido defendido por Ara Malikian desde una perspectiva actual: “El mérito de Sarasate es que hizo popular la música clásica, precisamente lo que necesitamos ahora”. Pese a todas estas declaraciones, el enigma Sarasate no se deja resolver fácilmente, pues no debemos olvidar que fue intérprete asiduo de los cuartetos de cuerda de Brahms, que difundió incansablemente con la agrupación que fundara en 1860 junto con Turban, Wesfelghem y Delsart.

La irresistible moda del vibrato francés

Joseph Joachim.

Igualmente ilustrativa resulta la comparación de estos dos artistas aspectos técnicos, como la afinación o el vibrato. El peculiar sistema de afinación de Joachim, basado seguramente en sistemas de temperamento desigual que circulaban aún en Alemania durante los años 1830, traía locos a los críticos, que a menudo no podían ver en ese hecho sino una sonrojante incompetencia por parte del artista. Tras mucho reflexionar el asunto («la peculiar afinación de Joachim dificultó enormemente y durante mucho tiempo mi apreciación de su arte»), Bernard Shaw concluía que «aunque en teoría las escalas mayor y menor estaban definidas por intervalos fijos, en la práctica eran moldeadas por todo músico del mismo modo que las proporciones del cuerpo humano lo son por un escultor». En este contexto destaca aún más la admiración que expresa el crítico y dramaturgo irlandés por la «exquisita precisión en la entonación» del navarro, opinión suscrita por el mismo Ysaÿe, quien afirmó que «Sarasate enseñó a la gente cómo tocar afinando».

La supremacía de Sarasate en los aspectos más netamente sensoriales (hedonísticos) del arte del violín fue reconocida incluso por sus detractores (Hanslick se refirió elogiosamente a su «torrente de bello sonido»). Pero hay otra cuestión técnica que debió contribuir decisivamente a su legendario poder de seducción: el vibrato. De acuerdo con Kreisler, a quien se le atribuye la adopción del vibrato continuo acostumbrado en nuestros días, el vibrato moderno tiene su origen en la escuela franco-belga; más concretamente en Wieniawski, quien lo intensificó y lo elevó a una categoría artística sin precedentes. No se trataba, ciertamente, de un artificio desconocido, pues tanto Spohr (1832) como Baillot (1834) habían realizado anteriormente la descripción de muy diversas técnicas para su producción, muchas de las cuales, dicho sea de paso, cayeron en desuso, como el curioso vibrato «de arco”» Por unas razones u otras, hasta su universalización tras la I Guerra Mundial, el vibrato fue considerado un atributo netamente francés, y sería perfeccionado y empleado con creciente asiduidad por maestros como Vieuxtemps o Ysaÿe. Mientras los más conservadores (Joachim entre ellos) desdeñaban esta irresistible moda, Sarasate supo extraer de este artificio una sensualidad que acabó por convertirse en una de sus principales señas de identidad. El tiempo acabaría por dar la razón al navarro en este duelo no declarado entre las escuelas violinísticas más importantes del final de siglo y sus principales representantes, y mientras la escuela de violín alemana se extinguió a la vez que Joachim, la técnica de Sarasate permanecería como un referente para las generaciones venideras, justificando así que Flesch considerara a éste como «un tipo de violinista completamente nuevo» y «el padre de la técnica violinística moderna».

El reinado de Ysaÿe y Kreisler

Fritz Kreisler (1875 – 1962), Austria-born Ame...
Fritz Kreisler (Crédito fotográfico: Wikipedia)

Eugéne Ysaÿe (1858-1931), alumno él mismo de Wieniawski y Vieuxtemps y máximo representante de la escuela belga, fue el violinista más idolatrado por los virtuosos de la siguiente generación junto con el austríaco (pero de formación violinística francesa) Fritz Kreisler. Nathan Milstein relataría que en la Rusia de principios del siglo XX apodaron al austríaco con el título de «rey del violín», por lo cual debieron acuñar para Ysaÿe el aún más honorable título de «zar». El mismo Kreisler rindió tributo al belga citándole a él, «y no a Joachim, como su ídolo entre los violinistas».

Artista singular y multidimensional, merced a la amplitud de sus intereses y a la inusual categoría que alcanzaría como compositor gracias a su contacto directo con maestros de la talla de Franck o Debussy, Ysaÿe constituye una compleja combinación de rasgos modernos y antiguos. Por una parte, ha sido considerado el primer violinista poseedor de una técnica verdaderamente completa y sin fisuras, en el que cabe admirar tanto la calidad y el control del sonido, como la enorme variedad y modernidad en el empleo del vibrato o la exactitud en la afinación, asunto éste que, como hemos visto con Sarasate, distaba mucho de estar resuelto por aquella época. A este respecto, nuestro Pau Casals recordaría «no haber escuchado antes de Ysaÿe un violinista que no desafinara». El belga, además, insistió siempre en la existencia de una afinación exacta para cada nota a la cual podría (o no) aplicarse posteriormente alguna forma de vibrato. Se posicionaba de este modo contra el incipiente abuso del vibrato como medio para enmascarar la justeza en la afinación, acusación que sí debió afrontar Kreisler en alguna ocasión…

El arte de deslizar la mano por el mástil

La actitud de Ysaÿe hacia la interpretación musical es igualmente moderna (a la vez que radicalmente opuesta a la de Sarasate) al propugnar la total subordinación de la técnica a la expresión de la idea musical. Ello explica tanto la elección de su repertorio (muchos de sus recitales estaban compuestos únicamente por sonatas, en lugar de las habituales piezas de exhibición), su abanderamiento de la obra de numerosos compositores contemporáneos (Frank, d’IndyDubois, Lekeu, Vierne, Ropartz, Lazarri o Debussy), o su incansable búsqueda de nuevos recursos técnicos que utilizó en sus obras (cuartos de tono o acordes de seis sonidos), especialmente en su obra cumbre, las Sonatas  para violín solo op. 27.

Eugène Ysaye - Project Gutenberg eText 15535
Eugène Ysaÿe (Crédito fotográfico: Wikipedia)

Conviene advertir también que, pese a dicha actitud, el resultado interpretativo de Ysaÿe puede resultar al oyente actual más «anticuado» que, incluso, el de un Sarasate. Las causas principales de esto residen en el uso intensivo que Ysaÿe hacía del rubato y del portamento. El portamento (ataque de una determinada nota afinándola «desde abajo» o «desde arriba», deslizando el dedo por el mástil) constituía por entonces un recurso muy extendido que cumplía una doble función: técnica y estética. En el aspecto técnico, el portamento había ido resultando cada vez más inevitable durante el siglo XIX según el repertorio romántico exigía alcanzar notas cada vez más agudas y obligaba, por tanto, a realizar cambios de posición con mayor frecuencia y riesgo. Pese a que los famosos (y temidos por los estudiantes de violín) ejercicios de Ševčík sentaron las bases para erradicar esta práctica, la era del portamento se extendió hasta los años 1940 para, de improviso, caer en un descrédito casi absoluto por considerarse la quintaesencia del viejo estilo.

Por otro lado, el portamento era un efecto deseable en el contexto de una estética que seguía considerando la voz humana como su referente principal: Bériot distinguía ya en 1858 tres tipos de portamento (vifdoux and traîné), al igual que Flesch en 1923 (directo, inicial y final), mientras Enescu, inspirándose en el violín popular rumano, llegaría a clasificar (y emplear) muchísimos más. Por su parte, Ysaÿe fue pionero en el empleo del llamado portamento francés (el que adoptaría Heifetz hasta convertirlo en un sello personal), opuesto al alemán en cuanto aquél desliza el dedo que ha de llegar a la nota final mientras que en éste se deslizaba el dedo situado en la nota inicial.

El siglo de Heifetz y Oistrakh

Jascha Heifetz commissioned Walton's Violin Co...
Jascha Heifetz.

Seis años después de la muerte de Ysaÿe se instauró en su memoria un concurso internacional de violín con sede en Bruselas. El ganador de esta primera edición fue un joven ucraniano que llegaría a ser considerado, junto con Jascha Heifetz, el mejor violinista del siglo XX: David Oistrakh (1908-1974). Con ellos nos situamos de lleno frente a la escuela violinística más influyente del pasado siglo, la rusa. Esta escuela (y su sucesora, la soviética), es plenamente representativa de su tiempo por múltiples razones, aunque entre ellas destacaríamos tres: el énfasis puesto en la perfección técnica, que alcanzó en ellos niveles de excelencia ni siquiera soñados por los violinistas de épocas anteriores; la sustitución (o restricción en el uso) de recursos como el ya discutido portamento o el rubato por otros que se convertirán en característicos del nuevo siglo, como el vibrato continuo; y, en general, la mayor subordinación del intérprete a la partitura, dentro de una aproximación al texto musical cada vez más «objetiva».

Además, las carreras musicales de Heifetz y Oistrakh debieron responder a las crecientes exigencias de calidad y pulcritud requeridas por el medio discográfico, del que se convirtieron, sin lugar a dudas, en los primeros “dioses” del firmamento violinístico moderno. La edad de oro violinística impulsada por el disco se vería ensombrecida por una nueva polémica: si en un primer momento la influencia de la fonografía empujó a los intérpretes a alcanzar niveles obsesivos de perfección, apurando al máximo sus posibilidades, a la larga fomentó la producción en cadena de jóvenes virtuosos tan perfectos técnicos como indistinguibles entre sí desde el punto de vista artístico. Pertenecientes al primero de los grupos, la excepcionalidad de ambos colosos del violín alcanzó una estatura mítica debido a esta confluencia de la personalidad característica de los antiguos maestros, la perfección exigida por los nuevos tiempos,  y la fortuna de que sus legados respectivos hayan sido preservados para la posteridad de forma generosísima por el disco.

El final de una era

David Oistrakh playing a violin concerto
David Oistrakh en concierto (Crédito fotográfico: Wikipedia)

Herederos de una misma tradición (la escuela rusa fundada por Leopold Auer), Heifetz y Oistrakh presentan, no obstante, perfiles contrapuestos. El violín de Heifetz encuentra en la riqueza sin parangón de su vibrato y la flexibilidad y velocidad de su arco la representación más elocuente de su carácter sublimemente aristocrático. Frente a éste, Oistrakh desarrolló durante sus años moscovitas las cualidades que le convertirían en «artista del pueblo» y modelo para los violinistas de la recién constituida escuela de violín soviética. En un periodo en el que se desvanecían los delicados artificios del violín romántico, Oistrakh, poseedor de un vibrato lento e intenso (que se haría más lento con la edad), encontró el remplazo del agonizante estilo con un concepto “monumental” de la interpretación cuyo secreto radicaba en buena medida en la aplicación de una presión de arco inusitada, capaz de extraer del instrumento una sonoridad que podría describirse como épica.

Tabla Escuelas Violinisticas

Su excepcional musicalidad, unida a su absoluto control de los registros expresivos recién incorporados por él mismo al violín, le permitieron conservar en sus interpretaciones una sensación de espontaneidad capaz de conjurar cualquier acusación de cálculo o premeditación, semejante a las que sí recayeron sobre Heifetz. Tras marcar un antes y un después en la historia del violín, su prematura desaparición en 1974, atribuida por muchos a la sobrecarga de trabajo a la que le sometió el régimen político del cual constituyó su más efectivo escaparate, dejó al mundo musical una sensación de orfandad que quedó magistralmente descrita por su amigo y colega Yehudi Menuhin: «He conocido pocos artistas como él. Algunos se han tomado muchas libertades porque eran muy indulgentes consigo mismos. Otros carecían de imaginación pero eran muy calculadores; observaban el efecto que producían en la audiencia, y a su manera eran fantásticos. Lograban el mismo efecto una y otra vez. Eran previsibles, como los eclipses de sol y las leyes de la naturaleza. Hay dos escuelas: Una que es completamente previsible y otra que se sume en el más absoluto abandono. Oistrakh compaginó las dos».

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